Blog

Daniel Villacis | 11/05/2023 | 0 Comments

La Virgen de la Empanada

Con sobra de razón podemos, como dijo un chispeante cronista quiteño, considerarnos el pueblo más feliz de la tierra, pues que hasta el Cielo tuvo siempre con nosotros deferencias que otros pueblos no han logrado.

Y si esto es así en la friolera de los cien años que llevamos, apenas, de vida independiente, ¡Qué no diremos si pasamos la vista por el período colonial!

¡Esos sí que eran tiempos maravillosos! ¡Que de apariciones, qué de prodigios, qué de cosas estupendas! La Virgen, los santos, las ánimas benditas, eran tan familiares entonces en Quito, que se los encontraba al voltear de una esquina, que se presentaban en una reunión agradable de familia, en fin, en cualquier parte.

Evidentemente, en tiempos del Rey, hasta los habitantes del otro mundo eran más sociales que en la época menguada que alcanzamos.

Y para probar, amigo, que Dios no abandonaba a los suyos, como lo hacían el Rey y su Consejo de Indias con la mísera colonia,-¡alguien había de acordarse de nosotros!-, voy a contarte la verídica historia que verás, si no te aburre el recuerdo de cosas viejas.

Era Oidor de la Audiencia de Quito en 1701, don Cristóbal de Cevallos, natural de la ciudad de La Plata, en el Alto Perú, señor más preocupado de misticismo que del despacho diario de la Real Chancillería.

En todas y en las más vulgares ocasiones de la vida creía el buen togado ver manifestaciones de lo sobrenatural.

Su Divina Majestad no tenía, en criterio del Oidor, otra cosa que hacer que preocuparse de su persona: los santos de las láminas hablaban, las esculturas se animaban, y los más vulgares trastos del hogar servían de peana a las apariciones que a diario le ocurrían.
Era el 15 de junio de 1701, fecha en que Nuestra Santa Madre la Iglesia celebra la fiesta de San Cristóbal gigante y mártir, que, por lo que cuenta su vida, debió ser de muchas fuerzas y de caletre escaso…

Nuestros abuelos sabían festejarse: en día de santo, nada de golosinas, de copita de vino bautizado al visitante: entonces todo era más sólido, más suculento. Así, el doctor Cevallos celebraba su día de días con un almuerzo de los que se pegan al riñón, de esos que dejan al individuo sumido en la placidez propia de un estómago agradecido.

Las diez de la mañana eran cuando se sentaron ante amplia mesa el Oidor y sus invitados: la rica vajilla de plata lucía su esplendidez, y en ella se ofrecían los suculentos manjares, de aspecto más eficaz que el mejor de los modernos aperitivos con que ahora solemos intoxicarnos. Tras el sabroso puchero indispensable, tras el arroz a la valenciana, tras las diversas carnes adobadas con primor, circulaban ampliamente las copas de los generosos vinos de España, y la alegría, el donaire de los huéspedes crecían con las libaciones

¡Bonum vinum laetificat cor hominis, señor don Cristóbal!

Exclamaba uno de los comensales, gordo prior de un convento.
¡En verdad que no lo bebí mejor en mi vida! decía un Regidor del Cabildo.

¡A vuestra salud, y que sea por muchos años! apuntaba un pretendiente…

En esto vinieron las empanadas, tan famosas siempre en Quito, potaje suculento que hoy, para verlo en el plato, hemos de calzar lentes, pero que, en la época a que me refiero, alcanzaban proporciones homéricas.

Al verlas venir, un profesor de San Luis, que se las daba de erudito, citó la “Cena jocosa” de Bartolomé del Alcázar:

¡Qué oronda viene y qué bella! ¡Qué través y enjundia tiene! Paréceme, Inés, que viene Para que demos en ella.

En aquel tiempo las empanadas de morocho, por ser tan grandes, no se servían en plato, sino en una hoja de papel redonda, asentada en una torta de pan.

Unos tienen el vino alegre, otros lo tienen tris- te; a cada uno le da por su tema, ya es sabido.

El doctor Cevallos se aprestaba a meterse entre pecho y espalda la reverenda empanada que tenía delante, cuando al llevársela a la boca, la dejó de pronto caer lleno de asombro.

¡Madre mía! ¡Virgen Santísima! decía fijos los ojos en el papel sobre el que había reposado la empanada. -¡Milagro, señores, milagro, portento!

Y cogiendo religiosamente la hoja de papel en que la empanada había dejado la mancha de la manteca en que había sido frita,
¿No veis, decía, la imagen de la Madre de Dios?

Todos los comensales se precipitan, las sillas de vaqueta hacen estruendo al voltearse, los invitados se apiñan alrededor del Magistrado, y todos reconocen en el papel grasiento la imagen de la Reina del Cielo.

¡Milagro!, gritan todos al unísono. -Unos caen de rodillas, otros dan voces que se oyen desde la calle, y la multitud, al ruido, invade la casa del Oidor que, tembloroso, emocionado, subido en una silla, exhibe en alto el papel manchado de manteca, en el que todos ven ya a “La Virgen de la Empanada”

Los frailes que habían asistido al interrumpido almuerzo se adueñan del papel mantecoso, y la procesión se ordena y la milagrosa imagen es transportada al oratorio de la casa, para
exponerla, en medio de luces y de flores, a la veneración de los fieles.

El ruido del milagro con que había sido favorecido el doctor Cevallos se esparció como un reguero de pólvora por la feliz ciudad de Quito, y no hubo quien dejara de ir a admirar el portento: la casa del Oidor estuvo más concurrida que iglesia en día de jubileo.

El Obispo don Diego Ladrón de Guevara fue informado del prodigio, pero, hombre de mayor seso que el doctor Cevallos, se guardó bien de pronunciarse a favor de la ridícula manía del magistrado. Y, cuando hubo adquirido la convicción de que don Cristóbal había dado rienda suelta a su tema de lo sobrenatural, trató por todos los medios, de cortar el escándalo, más no fue el remedio aplicado tan pronto que no tomara la superstición grandes proporciones.

Entre las exhortaciones del Obispo y las citaciones del Comisario del Santo Oficio, se pasaron tres días, que fueron otros tantos de fiestas celebradas en honor de Nuestra Señora de la Empanada, con misas solemnes y sermones gongorinos en honor de la milagrosa aparición.

Por fin el Comisario del Santo Oficio, en nombre del terrible Tribunal de la Fe, obtuvo la entrega del papelito… y el señor Ladrón de Guevara, verdadero iconoclasta, con escándalo público, quemó a Nuestra Señora de la Empanada, y nos quitó, así, una gloria nacional, privando a tortilleras, tamaleras, buñoleras, etc., de la patrona que netamente les correspondía.

Es fama que desde esta profanación, se han vuelto indigestas las empanadas de morocho.

FUENTE:

Fuente: Al MARGEN DE LA HISTORIA, Leyendas de pícaros, frailes y caballeros.


Post Relacionados

Hola, uno de nuestros asesores se comunicará en la brevedad posible.

Chat por WhatsApp